Bajo
cualquier régimen totalitario los actos en defensa de la justicia contra las
actitudes corruptas de sus gobernantes obtienen una respuesta contundente.
Estas sociedades coercitivas siempre provocan una asociación clara entre el
propio régimen y sus adeptos contra una mayoría ciudadana silenciosa y, sobre
todo, contra la minoría que se atreve a alzar su voz acompañando al barquero en
su canción de todos los siglos.
La
soberbia del poder, especialmente cuando lo detentan personas con escasa
cualificación intelectual (no por casualidad los más atrevidos, por mor de su
ignorancia), esa soberbia digo, engendra enfrentamientos desiguales. En la España
actual, pero también en la Manilva de hoy, puede considerarse traducida en una
especie que me (dis)gusta denominar “violencia de clase”. Es decir, el uso de
la fuerza (no necesariamente física) y la intimidación por la clase política
para controlar, dominar, callar a la clase ciudadana. Porque, admitámoslo, hace
años que estos dos grupos que menciono separaron sus caminos y viven en
realidades distintas, paralelas, irreductibles (si es que alguna vez comulgaron
juntos).
A
riesgo de ser simplista, constato cotidianamente el acierto de esta
proposición. No distingo entre enfoques o ideologías: la violencia de clase no
es privativa de ninguna agrupación política pues se ejerce desde cualquier
posicionamiento ideológico. Basta ojear la prensa un solo día para obtener las
pruebas necesarias que lo demuestran. Y esta antiquísima y renovada violencia
es hija natural de la corrupción. Los políticos corruptos son individuos
temerosos. Conocen su debilidad y temen su caída continuamente. Han de
apuntalar la inminente ruina de su cacicazgo con golpes de efecto, con hechos
coactivos, con discursos mentirosos, con despidos alevosos.
Por
su parte, la honradez es una virtud ciudadana y, por tanto, no toca a estos
personajes, que se refugian en su sectaria autocomplacencia y en los cortesanos
elogios de camarillas, clientelas y estómagos agradecidos. Aspiran a la riqueza
material, para cuyo acopio -al parecer- están especialmente dotados, y, en
consecuencia, sienten como permanente amenaza a los trabajadores honrados. E
igualmente, en consecuencia, ejercen su violencia del modo que a ellos más les
dolería: en la economía de sus contrarios, los ciudadanos. Pongamos por caso:
los proveedores del ayuntamiento donde reinan.
La
traducción concreta de esta larga introducción es la siguiente: la alcaldesa de
Manilva y su asesor jurídico remitieron a Arqueotectura S. L. -el mismo día que
publicamos el post que denunciaba el despido del arqueólogo municipal- un
escrito donde, resumiendo, se nos dice que no pagarán los siete mil y pico
euros que nos adeudan por la elaboración de la Carta Arqueológica del término
municipal. Los mismos que tardaron tres años en pagar nuestra primera
certificación nos acusan, por ejemplo, de retraso en la finalización del
trabajo.
Como
empresa actuaremos según los cauces legales para contradecir las torpes excusas
de mal pagador que esgrimen en su escrito. Como ciudadanos represaliados
sentimos un íntimo orgullo de haber elegido la opción correcta: está cara la
libertad en Manilva, pero pagaríamos otra vez la misma cantidad para seguir
diciendo las mismas palabras. Nos mueven otros valores. Somos gente honrada.
Buscaremos
justicia ante el tribunal correspondiente. Mientras tanto ocurre (que no será
hoy, ni mañana…), confiemos en que el dinero que se nos intenta escamotear no
sirva para pagos irregulares, enriquecimientos ilícitos, dispendios inútiles,
pompa ni ornamento.
Pedimos
disculpas a los seguidores de nuestro blog por este coyuntural cambio de
dirección en su contenido. Al tiempo, agradecemos su visita a los centenares de
personas que nos han seguido en los últimos días y han firmado su protesta en
change.org (podéis seguir haciéndolo aquí).
Nuevo ataque caciquil de quién considera que se alza por encima del bien y del mal, sustituyendo el servicio público encomendado por la Constitución a nuestros "soberanos" representantes por prácticas arbitrarias y abusivas, convirtiendo la localidad de Manilva en un cortijo privado, donde practicar la "matanza del cerdo" a su antojo.
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